miércoles, 14 de junio de 2017


                                                      “AQUEL VESTIDO VERDE”

 
Salíamos todos como búhos en la noche, esperando a que cayese el sol para poder andar a nuestras anchas por las calles del París devastado y liderado ahora por los nazis. Corría el año 1942 y la noche se hacía nuestra por su oscuridad, peligro y anonimato.

Hasta el momento nadie había descubierto mi verdadera identidad. Había que andarse con mucho cuidado y más yo, un agente británico con identidad falsa francesa quien, para colmo, no había podido sucumbir a los encantos de Alice, una pianista que trabajaba en uno de los más famosos locales nocturnos a los que acudían en masa los oficiales nazis para divertirse.

Esa noche fui a verla. Soplaba tanto el viento aquella medianoche helada de marzo que en vez de sentir frío lo único que me estremecía era pensar en cómo bailaría el aire desbocado con la seda del vestido de Alice mientras fuéramos a mi apartamento para encender la madrugada hasta que saliera el sol. La amaba en silencio. Sabía cuáles eran las órdenes, mi función y mis retos en aquella lucha, y no interpondría un capricho amoroso a mis obligaciones. Sin embargo, quería disfrutar de ese romance mientras pudiera, y aún era pronto para romper la magia.  

Y ahí estaba ella, sentada al piano envuelta sensualmente en un vestido de raso verde turquesa con un bonito collar de perlas. Cuando hubo terminado su última canción al piano, me levanté con la intención de invitarle a una copa, pero hubo alguien que se me adelantó. Aquel teniente de las SS, que ya había visto más de una vez, se acercó a ella y tras unas breves palabras salieron juntos del local. Yo les seguí convencido de que algo no iba bien y llevado por unos celos presuntuosos hacia el cariño que realmente había despertado en mí.  

Cuando llegué a la entrada de su edificio, esperé en la escalera con todos mis sentidos dispuestos a descubrir qué ocurría dentro del piso. Les escuchaba vagamente discutir. Ambos hablaban. No llegaba a entender lo que decían pero el ruido de algo que rompió el silencio de la noche me alertó de que mi intuición estaba en lo cierto. De repente se escuchó un grito ahogado con su voz, y a la vez un vago susurro que cada segundo se escuchaba más lento. Y yo no sabía qué hacer. No podía revelar mi identidad, ni siquiera por ella, ni siquiera para salvarla. Escuché unos golpes y un silencio brutal y temeroso llenó cada uno de los rincones de la escalera. Comprendí que todo había terminado y que debía esconderme.

La respiración se me cortó en cuanto escuché la puerta abrirse. El asesino salía despacio e intentando hacer el menor ruido. Bajó las escaleras y salió hacia el camino de su impunidad. El ambiente se tornó tan aterrador, que una lágrima brotó cayendo por mi mejilla derecha; podía oír sus pisadas por la calle.

Tomé aire y sin pensarlo fui a despedirme de Alice. Allí estaba ella, tirada en el salón de su casa, ahogada en su vestido verde y con los ojos abiertos, mirándome con expresión desencajada. Todo había terminado, mi misión se había cumplido con éxito, aunque no hubiera sido yo el que la llevase a cabo. Y mi corazón estaba roto.

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