“AQUEL VESTIDO VERDE”
Salíamos
todos como búhos en la noche, esperando a que cayese el sol para poder andar a
nuestras anchas por las calles del París devastado y liderado ahora por los nazis.
Corría el año 1942 y la noche se hacía nuestra por su oscuridad, peligro y
anonimato.
Hasta
el momento nadie había descubierto mi verdadera identidad. Había que andarse
con mucho cuidado y más yo, un agente británico con identidad falsa francesa
quien, para colmo, no había podido sucumbir a los encantos de Alice, una pianista
que trabajaba en uno de los más famosos locales nocturnos a los que acudían en
masa los oficiales nazis para divertirse.
Esa
noche fui a verla. Soplaba tanto el viento aquella medianoche helada de marzo que
en vez de sentir frío lo único que me estremecía era pensar en cómo bailaría el
aire desbocado con la seda del vestido de Alice mientras fuéramos a mi
apartamento para encender la madrugada hasta que saliera el sol. La amaba en
silencio. Sabía cuáles eran las órdenes, mi función y mis retos en aquella
lucha, y no interpondría un capricho amoroso a mis obligaciones. Sin embargo,
quería disfrutar de ese romance mientras pudiera, y aún era pronto para romper
la magia.
Y
ahí estaba ella, sentada al piano envuelta sensualmente en un vestido de raso
verde turquesa con un bonito collar de perlas. Cuando hubo terminado su última
canción al piano, me levanté con la intención de invitarle a una copa, pero
hubo alguien que se me adelantó. Aquel teniente de las SS, que ya había visto
más de una vez, se acercó a ella y tras unas breves palabras salieron juntos
del local. Yo les seguí convencido de que algo no iba bien y llevado por unos
celos presuntuosos hacia el cariño que realmente había despertado en mí.
Cuando
llegué a la entrada de su edificio, esperé en la escalera con todos mis
sentidos dispuestos a descubrir qué ocurría dentro del piso. Les escuchaba
vagamente discutir. Ambos hablaban. No llegaba a entender lo que decían pero el
ruido de algo que rompió el silencio de la noche me alertó de que mi intuición
estaba en lo cierto. De repente se escuchó un grito ahogado con su voz, y a la
vez un vago susurro que cada segundo se escuchaba más lento. Y yo no sabía qué
hacer. No podía revelar mi identidad, ni siquiera por ella, ni siquiera para salvarla.
Escuché unos golpes y un silencio brutal y temeroso llenó cada uno de los
rincones de la escalera. Comprendí que todo había terminado y que debía
esconderme.
La
respiración se me cortó en cuanto escuché la puerta abrirse. El asesino salía
despacio e intentando hacer el menor ruido. Bajó las escaleras y salió hacia el
camino de su impunidad. El ambiente se tornó tan aterrador, que una lágrima
brotó cayendo por mi mejilla derecha; podía oír sus pisadas por la calle.
Tomé
aire y sin pensarlo fui a despedirme de Alice. Allí estaba ella, tirada en el
salón de su casa, ahogada en su vestido verde y con los ojos abiertos, mirándome
con expresión desencajada. Todo había terminado, mi misión se había cumplido
con éxito, aunque no hubiera sido yo el que la llevase a cabo. Y mi corazón
estaba roto.
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